EL Rincón de Yanka: EL CID CAMPEADOR EJEMPLO DE HÉROE ESPAÑOL ENVIDIADO Y TRAICIONADO

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martes, 6 de febrero de 2018

EL CID CAMPEADOR EJEMPLO DE HÉROE ESPAÑOL ENVIDIADO Y TRAICIONADO


El Cid Campeador, 
1048-1099


Para la historiografía tradicional, Rodrigo Díaz de Vivar, apodado “Cid Campeador” (de la palabra sidi, señor), era, junto a Don Pelayo, uno de los principales héroes de “La Reconquista”: la larga lucha de los reinos cristianos de España frente al invasor musulmán.  En aquella turbulenta época, el Cid fue un héroe para los cristianos, e incluso para algunos musulmanes, pero no por hacer una Guerra Santa, sino porque con pocos hombres y recursos supo hacer fortuna, e incluso ganar un reino, en base a sus dos principales cualidades: su arrojo como guerrero heroico, y su gran visión estratégica. Solo él, desde su reino de Valencia, consiguió frenar la invasión almorávide. 

Personificación de la idea de libertad e independencia de criterio con argumentos de razón y de espíritu; fuente de la imprescindible conciencia nacional. Dice de Rodrigo Díaz el maestro Ramón Menéndez Pidal que el Cid vence al enemigo exterior, que es el invasor musulmán, y al enemigo interior, que son la envidia y la ceguera. La reconquista es la más valiosa colaboración que ningún pueblo ha aportado a la gran disputa del mundo entablada entre el cristianismo y el Islam.
1 – El contexto de la época: La figura del Cid surge en un contexto de cambio dentro de la España Medieval. Tras la desaparición del Califato de Córdoba en el 1008 habían surgido los reinos de Taifas, reinos autónomos creados por los distintos ejércitos del Califato, ejércitos de nobles árabes, ejércitos de mercenarios bereberes, y ejércitos de mercenarios eslavos. Los reinos de Taifas destacaron por su alto grado de desarrollo económico y cultural y por su tolerancia en materia religiosa, floreciendo en ellos el arte, la ciencia y la filosofía. Sin embargo, estos pequeños reinos de Taifas también se caracterizaban por guerrear constantemente entre ellos, con objeto de expandir sus territorios. En este contexto, las Tafias más ricas solían pedir ayuda militar a sus vecinos cristianos del norte, con objeto de lograr una superioridad táctica que les permitiera imponerse a sus vecinos. A cambio de esta ayuda militar, y de mantener la paz en sus fronteras, los reinos de Taifas pagaban tributos en oro a los reinos cristianos, pero con el tiempo, estos pagos, conocidos como “parias” dejarían de aplacar a los reinos cristianos del norte. Los reinos cristianos del norte dejaron de contentarse con el oro y decidieron aprovechar la desunión de los diferentes reinos de Taifas, y su debilidad militar, para expandirse progresivamente hacia el sur.



La conquista del reino taifa de Toledo, en 1085, por obra de Alfonso VI, puso de manifiesto la incapacidad militar de los reinos de Taifas para defenderse de los ejércitos cristianos. La conquista de Toledo era la puerta hacía una expansión aún mayor hacia los ricos valles fluviales del Guadiana y el Guadalquivir, objetivo especialmente codiciado por el reino cristiano de Castilla. Esta situación de amenaza obligó al rey Al-Mutamid, de la rica Taifa de Sevilla, a pedir ayuda a sus vecinos almorávides del Norte de África. Pero esta ayuda le saldría cara, los almorávides o “al-murabitum” (defensores del ribbat), eran un conjunto de tribus nómadas bereberes, procedentes del sur de Marruecos y el Sahara, unidas por un fundamentalismo religioso basado en la interpretación literal del Corán y en la defensa de la Jihad, o Guerra Santa, contra los infieles. Gracias a su fanatismo y a su capacidad militar, los almorávides lograron conquistar rápidamente todo el Norte de África Occidental (Desde Marruecos a Mauritania). Tras este éxito, su líder, Yusuf-Ibn Tasufin, decidió aprovechar la llamada de Al Mutamid de Sevilla para lanzarse a la conquista de la Península Ibérica. El rico periodo de prosperidad económica y cultural, y de tolerancia religiosa, de los reinos de Taifas llegaba a su fin, siendo sustituido por el fanatismo religioso y la ignorancia caciquil y envidia española. Solo un hombre resistirá el avance de la Jihad almorávide: Rodrigo Díaz de Vivar; el Cid Campeador.


2 – Los primeros años de Rodrigo Díaz de Vivar, el Campeador:
¡Dios, qué buen vassallo! 
¡Sí oviesse buen señore!

Rodrigo Díaz nació en Vivar, Burgos, alrededor del año 1048 (no se conoce la fecha exacta de su nacimiento, pero mayoritariamente se acepta una horquilla entre 1045-1049, dándose como fecha más probable el 1048). Tradicionalmente, se pensaba que era un “infanzón”, es decir un miembro de la baja nobleza, que consiguió ascender socialmente por ser muy hábil en el uso de las armas, destacando desde muy joven en los duelos singulares. Sus victorias le granjearon gran fama y ser conocido como “Campidoctor” o Campeador (luchador experto en batallas campales). Sin embargo, nuevos estudios desvelaron que Rodrigo provenía en realidad del linaje de una importante familia noble. Su abuelo paterno era Flaín Nuñez, conde de León, un personaje rico e influyente. Por su parte, Diego Flaínez, el padre de Rodrigo, era un hijo segundón (y se sospecha que ilegitimo) que en principio no contaba con importancia para su padre, lo que le hizo trasladarse a Castilla en busca de fortuna. Allí, gracias a su importante servicio militar en la guerra entre Castilla y Navarra fue recompensado con un buen número de tierras (entre ellas la aldea de Vivar), lo que le sirvió para hacerse un nombre en la corte y ganarse el respeto de su padre, el conde Nuñez. Así pues, el peso político e influencias de su padre y abuelo permitieron a Rodrigo educarse en la corte, entrando a servir, en 1058, como paje del infante, y futuro rey, Sancho II de Castilla.

En la corte, Rodrigo no solo aprendió a combatir con los mejores instructores, sino que aprendió también algo muy importante, y escaso, en la época: a leer y escribir. Durante estos años, Rodrigo trabó una gran amistad con el infante Sancho, al que acompañaba a todas partes como escudero. Por ello, y siendo tan solo un adolescente, acompañó al infante Sancho en su primera batalla: la Batalla de Graus, en la primavera de 1063. Una batalla en la que el contingente castellano de Sancho participaba como aliado del rey Al-Muqtadir, de la Taifa de Zaragoza, en su lucha para defender la ciudad de Graus contra el ataque del reino cristiano de Aragón. (Como vemos, cristianos de Castilla combatían contra cristianos de Aragón para ayudar a musulmanes de Zaragoza, todo lo contrario a lo que tradicionalmente se entiende como Reconquista o Guerra Santa). Finalmente, los aragoneses fueron derrotados, y los castellanos obtuvieron un buen tributo de la Taifa de Zaragoza.

El 27 de diciembre de 1065, Sancho II ascendía al trono de Castilla y nombraba a Rodrigo, armiger regis (armígero del rey), es decir: su escudero personal. Tradicionalmente las fuentes afirmaban que Rodrigo fue nombrado “alférez del reino”, es decir: portaestandarte del Rey y comandante de sus ejércitos, sin embargo, ese cargo no existía aún en la época (es un cargo que aparece en el siglo XII). Sea como fuere, no hay duda de que Rodrigo era uno de los personajes más importantes en la corte de Sancho II de Castilla.

Nada más coronarse, el nuevo rey se encontró con un grave problema, su padre, Fernando I, había dividido el reino entre todos sus hijos, poniendo fin así a la potente alianza militar entre Castilla, León, que pasó a manos del infante Alfonso, y Galicia, que pasó a manos del infante García. Por ello, la principal labor de Sancho II será volver a reunificar el reino, combatiendo contra sus hermanos en una cruenta guerra civil.

Rodrigo combatirá al lado de Sancho en las batallas por la reunificación, destacando en los combates de Llantada (1068) y Golpejera (1072). Tras este último, Alfonso fue capturado y Sancho II pudo incorporar el reino de León a sus dominios (el reino de Galicia ya había sido sometido en 1071). Por su parte, Alfonso fue desterrado del reino, refugiándose en la Taifa de Toledo. El único desafío pendiente para Sancho II era la ciudad de Zamora, gobernada por su hermana Urraca, que no aceptaba su autoridad. Sancho II, acompañado por Rodrigo, puso asedio a Zamora con objeto de poner fin a la guerra y unificar el reino de una vez por todas, pero mientras asediaba la ciudad fue asesinado a traición el 7 de octubre de 1072 (según los cantares de gesta su asesino fue un noble leones llamado Vellido Dolfos, súbdito de doña Urraca, que se reunió a escondidas con el rey con la pretensión de ayudarle a tomar la ciudad desde dentro y aprovechó la ocasión para darle muerte). Rodrigo perdía así a su principal amigo y valedor.

Tras la muerte de Sancho II sin dejar descendencia, su hermano Alfonso VI será coronado como nuevo rey de Castilla y León a finales de 1072. La leyenda dice que Rodrigo obligó al rey a proclamar su inocencia, y que no había participado en el asesinato de su hermano, antes de aceptarlo como soberano, unos hechos conocidos como la jura de Santa Gadea, Burgos. Un hecho que le granjeo la enemistad del rey. Hoy en día se piensa que dichos hechos son ficticios. Es más, Alfonso, buen conocedor de la valía de Rodrigo como guerrero, trató de atraérselo desde un principio: nombrándolo procurador (encargado de dirimir procesos judiciales) y ofreciéndole el matrimonio con su sobrina doña Jimena Díaz, una importante noble astur-leonesa (que también era prima de Rodrigo) con la que se casará en el año 1074.

En 1079, el rey Alfonso encarga a Rodrigo partir a Sevilla para recaudar el tributo que su rey, Al-Mutamid, paga a Castilla. A su regreso, Rodrigo se encontró con un contingente militar castellano al mando del noble García Ordóñez, conde de Nájera, y uno de los favoritos del rey Alfonso, encargado de la recaudación de tributos a la Taifa de Granada. La enemistad entre ambas taifas provocó que ambos contingentes, el castellano-andalusí de Rodrigo, y el castellano-granadino de Ordóñez, entablaran batalla a la altura del castillo de Cabra (Córdoba). El contingente de Rodrigo barrió a su rival y apresó al conde Ordóñez, al que según la literatura, Rodrigo mesó las barbas. Una afrenta que Ordóñez nunca olvidaría.

Este suceso le ocasionó la enemistad del poderoso bando nobiliar encabezado por Ordóñez, que comenzó una guerra de descredito contra Rodrigo en la corte, acusándole del delito de apropiarse para sí de parte del dinero del tributo sevillano enviado al rey. El malestar contra Rodrigo en la corte ira in crescendo, pero, sin pruebas firmes contra él, el rey le mantendrá su confianza.
En 1081, Rodrigo realiza una incursión de saqueo por tierras de la Taifa de Toledo, apresando 7.000 cautivos musulmanes y obteniendo un suculento botín de guerra. Esta incursión no estaba autorizada por el rey. Es más, la Taifa de Toledo estaba bajo protección oficial del reino de Castilla y León, condición bajo la cual pagaba tributo al rey Alfonso VI. Por todo ello, la actuación ilegal de Rodrigo será duramente castigada: el rey le privará de títulos y tierras y le condenará al destierro.

3 – El destierro del guerrero:

Calla la niña y llora sin gemido…
Un sollozo infantil cruza la escuadra
de feroces guerreros,
y una voz inflexible grita: “¡En marcha!”

El ciego sol, la sed y la fatiga.
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro-, el Cid cabalga.

Manuel Machado.Poemas del Alma. 1902.

Tras partir al destierro, acompañado por un puñado de familiares y soldados fieles, Rodrigo como hombre de mundo, se pondrá al servicio, como mercenario, de Al-Muqtadir, rey de la Taifa de Zaragoza, quien lo agasajará y le nombrara comandante en jefe de su ejército. Tras la enfermedad y muerte de dicho rey, sus hijos: Yúsuf Al-Mutamán (en algunas fuentes aparece como Al-Mutamín) y Al-Mundir al-Hayib, se disputarán el poder. Rodrigo, conocido ya como “Sidí” ,o Cid, un titulo musulmán que equivale a señor de mercenarios, se pondrá al lado de Al-Mutamán, que controlaba Zaragoza, y se enfrentará a Al-Mundir, que dominaba la taifa de Lérida, y que está auxiliado por el conde de Barcelona, Berenguer Ramón II el Fratricida, y por Sancho Ramírez, el rey de Aragón. Pese a contar con muchos menos hombres, Rodrigo, derrotará a la coalición enemiga en la Batalla de Almenar, en 1082, llegando además a tomar prisionero al conde de Barcelona, por cuya liberación obtendrá un gran rescate. Posteriormente, en el 1086, Zaragoza será invadida por las tropas de Alfonso VI, que pone bajo asedio la ciudad para obligarla a pagarle tributo. Ante esta situación, y presa de lealtades enfrentadas, el Cid se niega a combatir contra su anterior rey. Una decisión que será respetada por su señor Al-Mutamán. Sin embargo, poco después un nuevo acontecimiento obligaría a Alfonso VI a retira su asedio sobre Zaragoza: la invasión almorávide.

Un año anterior, en 1085, la Taifa de Toledo había sido ocupada por el ejército de Alfonso VI, un hecho que, a corto plazo, fue trascendental, ya que aceleró la intervención almorávide en ayuda de las aterradas taifas hispano-musulmanas, incapaces por sí mismas de detener el avance cristiano sobre sus territorios. El ejército de Alfonso VI, comandado por un viejo conocido del Cid, Álvar Fáñez el Minaya (el Cantar del Mío Cid le sitúa como lugarteniente de Rodrigo en sus campañas militares, pero en realidad esto no fue verdad), trató de detener a los almorávides en la Batalla de Sagrajas (o Zalaca), Badajoz, librada el 23 de octubre de 1086. La batalla se saldó con una gran victoria almorávide y la destrucción del ejército castellano, que perdió a más de la mitad de sus efectivos, entre ellos gran número de nobles.

Tras esta cruenta derrota, las taifas andalusíes, envalentonadas de nuevo, dejaron de pagar tributo al reino de Castilla y León. Ante esta difícil situación, el rey Alfonso VI decidió recurrir a su mejor guerrero: el Cid, y solicitó su regreso, tras levantarle el castigo de destierro en diciembre de ese mismo año de 1086. A comienzos de 1087, Rodrigo, ya como vasallo de Alfonso VI, parte a socorrer a la Taifa de Valencia, amenazada por una colación formada por la Taifa de Lérida y el conde Barcelona. Gracias a su prestigio, Rodrigo consiguió levantar el cerco enemigo sin siquiera tener que combatir. Tras este éxito, en 1088 Alfonso VI ordena al Cid acudir en socorro del castillo de Aledo, Murcia, sitiado por los almorávides. Sin embargo, el retraso del Cid en auxiliar la plaza (que fue liberada finalmente por el ejército real de Alfonso VI), le granjeo ser condenado de nuevo a destierro. El rey se enfadó tanto que no quiso escuchar el juramento de inocencia del Cid.

Tras el nuevo destierro El Cid se dedicó de nuevo a intervenir en las guerras entre las taifas de Zaragoza y Lérida. Venciendo y apresando de nuevo a Berenguer Ramón II, conde de Barcelona y fiel aliado de Lérida, en la Batalla del pinar de Tévar, en el 1090. Tras esta última victoria, el conde de Barcelona acordó firmar la paz con el Cid y cederle el derecho a cobrar tributo (las parias) a la Taifa de Lérida.

Sus constantes éxitos en el Levante español le permiten convertirse en el dueño de facto de la zona, convirtiéndose, entre otras, en protector de la Taifa de Valencia, gobernada por Al-Qadir, de la Taifa de Lérida, de la Taifa de Denia, la de Tortosa, y la Taifa de Albarracín. Alfonso VI no estaba dispuesto a permitir que el Cid le arrebatara importantes estados tributarios como eran las Taifas de Valencia o Tortosa. Por ello, en 1092, se alió con Berenguer Ramón II, el conde de Barcelona, con el rey Sancho Ramírez de Aragón y con las flotas de Pisa y Génova, para atacar la Taifa de Tortosa (tributaria del Cid). El Cid se enteró del ataque de la coalición enemiga mientras se encontraba en Zaragoza, negociando el pago de tributos a cambio de protección. Como represalia, Rodrigo atacó las tierras castellanas de la Rioja, saqueando y arrasando unas tierras de las que era señor su viejo enemigo García Ordoñez.

Tras esta represalia, el Cid regresó a Zaragoza. Allí se enterará de que Al-Qádir, el rey de la Taifa de Valencia ha sido depuesto y asesinado por partidarios de los almorávides, el 28 de octubre de 1092. Ante esta situación, a comienzos de noviembre el Cid parte con su ejército para conquistar Valencia. Tras apoderarse de la estratégica Fortaleza de Cebolla, entre finales de 1092 y mediados de 1093, el Cid contará con una base de operaciones desde la que asediar la propia ciudad de Valencia. Tras un año de asedio, los efectos de la falta de alimentos y suministros obligan a la ciudad a rendirse el 17 de junio de 1094. El Cid tomará posesión de la ciudad como príncipe Rodrigo el Campeador y desde entonces y hasta su muerte gobernará la ciudad. Curiosamente, el Cid no tratará de imponer el cristianismo a sus súbditos musulmanes y permitirá que estos se sigan rigiendo según las leyes del Corán.

Los almorávides por su parte no se darán por vencidos y, comandados por Muhammad ibn Tasufin, sobrino del gran emir Yusuf, pondrán asedio a la ciudad en septiembre de ese mismo año de 1094. Sin embargo, el 21 de octubre de 1094, en lo que se conoce como Batalla de Cuarte, el ejército del Cid salió de Valencia para lanzar un devastador ataque por sorpresa contra los almorávides, haciéndoles huir tras infringirles cuantiosas bajas. Tres años después, los almorávides lanzan una nueva ofensiva contra Valencia, pero nuevamente son derrotados en la Batalla de Bairén (cerca de Gandía, Valencia), en enero de 1097. En esta ocasión, el Cid contó con la ayuda del rey de Aragón, Pedro I.

Ese mismo año, el 15 de agosto de 1097, los almorávides infringieron otra cruenta derrota al ejército de Alfonso VI, en la Batalla de Consuegra, Toledo. En esta ocasión, el Cid había mandado un contingente de tropas, comandado por su hijo Diego Rodríguez, para apoyar al ejército castellano. En la debacle, Diego Rodríguez y sus hombres quedaron aislados y rodeados por el enemigo. El viejo enemigo de Rodrigo, García Ordoñez, rehusó ayudarles y huyó con su contingente, condenando así a muerte a Diego y sus hombres, que pelearon valientemente hasta el final. La noticia sin duda fue un duro golpe para el Cid, que pese a todo continuó su campaña militar para asegurar la defensa de Valencia, conquistado, a fines de 1097, la fortaleza de Almenara, que ocupaba un importante punto estratégico entre las Taifas de Valencia y Tortosa, y, ya en 1098, la ciudad de Sagunto. Con ello, el acceso a su reino quedaba protegido de nuevos ataques.

4 – Sus últimos años y su legado:

En sus últimos años el Cid se dedicó a casar a sus hijas para establecer alianzas, casó a su hija María con el nuevo conde de Barcelona: Ramón Berenguer III, hijo de sus tantas veces prisionero, Ramón Berenguer II, y a su otra hija, Cristina la casó con Ramiro de Navarra, convirtiéndose así en la madre del futuro rey García de Navarra.

Finalmente, el príncipe de Valencia, Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, fallecía en el año 1099. Tras su muerte, su viuda Jimena logró defender la ciudad durante casi tres años, pidió ayuda al rey Alfonso, pero éste no pudo mantener la ciudad y la abandonó tras incendiarla en el año 1102 llevándose el cadáver del Cid al monasterio de San Pedro de Cardeña, en Burgos. Allí en el monasterio reposaron los restos del Cid y su esposa hasta que, tras sufrir varios incidentes (entre otras cosas su tumba fue profanada por soldados franceses durante la Guerra de Independencia), fueron trasladados en 1921 a la Catedral de Burgos, donde reposan actualmente.

Para concluir, me gustaría destacar el contraste entre las espantosas derrotas que sufrió Alfonso VI entre 1086 y 1107 con sus importantes ejércitos nobiliarios a manos de los almorávides y las victorias del Cid en 1094 y 1097 con un puñado de caballeros de la baja nobleza y mercenarios causó una gran impresión entre sus contemporáneos cristianos y musulmanes. Siendo encumbradas y embellecidas posteriormente en ese magnífico poema épico que es el “Cantar del mío Cid”. Una obra que le convertirá en un personaje inmortal, un héroe que cabalgando sobre su caballo blanco Babieca, y empuñando a sus espadas, Tizona y Colada consiguió derrotar a los temibles almorávides y defender la fe cristiana. 
El Cid es un personaje relevante en un país que con demasiada energía ha decidido postergar a sus héroes o comprar la interesada mercancía negra con la que poder renegar de la propia historia (sin exculpar los errores cometidos, como en cualquier otro país). Pero la verdadera historia, como la vida, al final se abre camino, aunque sea a l
omos de un personaje que la mayoría de las veces se encuentra solo. Al fin y al cabo, suelen ser ellos quienes la escriben.
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